viernes, 14 de abril de 2017

LA TRANSFIGURACIÓN.

Hoy, sin embargo, nos detenemos ante la inesperada manifestación de Jesús resplandeciente. Se anticipa en este misterio el de la resurrección. Jesús subió al monte acompañado de tres de sus apóstoles, los mismos que estarán con él en Getsemaní.
Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Se trata de algo maravilloso. Tanto que Pedro pide quedarse allí, y exclama: Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Inmediatamente pienso en todos esos momentos de gracia vividos solo o en grupo en los que la verdad de Cristo se ha hecho presente con especial intensidad. Recuerdo muchos rostros transformados en alguna de las Jomadas Mundiales de la Juventud, o la especial alegría o emoción que han surgido en algún encuentro apostólico o celebración litúrgica. Son esos momentos en que nuestra vida cobra un peso especial porque la intuimos toda llena de Dios y el amor de sus designios se nos manifiesta con especial claridad. No es cuestión de entender más o menos, sino, simplemente, de constatar lo bien que se está con el Señor.
Sin embargo, no han de permanecer en lo alto de la montaña. Santo Tomás dice que hemos de comunicar a los demás lo que hemos contemplado en la oración. Jesús mismo desciende del monte para dirigirse a Jerusalén, donde se va a entregar por nosotros. En la transfiguración se nos recuerda
12 de marzo 163
esa gran verdad: Jesús se ha abajado para salvarnos. Es su amor el que ha guiado ese descendimiento. La intimidad con Dios siempre nos conduce por esa dinámica. El acercamos a él nos impulsa a querer ir más hacia los hermanos. Su amor es el gran motor de la entrega al prójimo. Hay que descender de la montaña para cumplir el designio amoroso de Dios.
 
David AMADO FERNÁDEZ

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