martes, 12 de diciembre de 2017

¡ OJALA EL FUEGO NOS ILUMINE !


He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! El Señor quiere que seamos vigilantes, esperando de un momento a otro la venida del Salvador. No es un fuego que des­truye, sino que genera una voluntad dispuesta, que purifica los vasos de oro de la casa del Señor, consu­miendo la paja, limpiando toda la ganga del mundo, acumulada por el gusto de los placeres mundanos. Este fuego es el que quema los huesos de los profetas, como declara Jeremías: Había dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos.

El Señor mismo es como un fuego: La zarza estaba ardiendo pero no se consumía. El fuego del Señor es luz eterna; en este fuego se encienden las lámparas de los fieles: Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas. Porque los días de esta vida todavía son noche oscura y es necesaria la lámpara. Este fuego es el que, según el testimonio de los discípulos de Emaús, encendió el mismo Señor en sus corazones: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?
Los discípulos nos ense­ñan con claridad cómo actúa este fuego que ilumina el fondo del corazón humano. De ahí que el Señor llegue con fuego para consumir los vicios en el momento de la resurrección, para colmar con su presencia el deseo de todo hombre y proyectar su luz sobre los méritos y misterios.

San Ambrosio
Nació en Tréveris (Alemania). De familia y educación romana, fue obispo de Milán, elocuente predicador y gran catequeta: convirtió y bautizó a san Agustín. Es doctor de la Iglesia (340-397)





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