miércoles, 6 de agosto de 2014

EL MAL EN EL MUNDO.


 
Constatar la presencia del mal en el mundo no solo es causa de sufrimiento, sino que también nos lleva a preguntarnos por qué Dios lo permite. En el campo de la historia, como en la parábola del trigo y la cizaña, vemos que coexisten el bien y el mal: encontramos personas buenas y justas rodeadas por malvados, o mediocres. Y aparentemente Dios no hace nada.

Tenemos que confiar en la providencia de Dios y a cultivar la paciencia, según la bella enseñanza del libro de la Sabiduría: diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado,, das lugar al arrepentimiento. Se da el triunfo del bien, de modo inmediato, que es el que, por lo general, escogeríamos nosotros. Pero hay otra victoria, mucho mayor, que no consiste en la destrucción del malvado, sino en su conversión.

Pienso en todos esos padres y madres que han tenido hijos rebeldes, pero que no se han desentendido de ellos, no han querido su destrucción, sino que han perseverado amándoles en medio del sufrimiento. También pienso en profesores y maestros, en tantas personas que, rodeadas de incomprensión, no han dejado de mirar con bondad a quienes les hacían daño, desatendían sus consejos o despreciaban la ayuda que se les ofrecía, o que necesitaban. Hay en todo ello, una manifestación de que el juicio final sobre la historia, y sobre cada uno de nosotros, no está en nuestras manos, sino en las de Dios. Como dice S. Pablo, Dios escudriña los corazones de los hombres; solo Él los conoce a la perfección. Dios siempre rechaza el pecado, pero no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta.

¿Qué hacer? Lo primero es querer ver las cosas desde la mirada de Dios para que se cumpla su voluntad, que se realiza para bien del hombre. Por otra parte, no debemos dejar de pensar en cómo ha actuado Jesús. Él no se desentendió de los pecadores, sino que dio su vida por nosotros, pecadores. Venció le mal con su sacrificio y respondió al mal con abundancia de bien. Cuando pensamos en lo que Cristo ha hecho por cada uno de nosotros, en cómo nos ama, aumenta nuestro dolor por el mal, pero también crece la compasión y el deseo de que todos puedan conocer la salvación.

 

David AMADO FERNÁNDEZ

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