martes, 26 de abril de 2016

LA ORACIÓN Y LA VOLUNTAD.


En la práctica, mientras que es una regla segura no descuidar aquellos actos para los cuales se tiene facilidad o se siente uno atraído, sin embargo, apar­te del caso de manifiesta pereza, no se deberá intentar forzar actos para los cuales no se tiene facilidad, sino quizá mucho disgusto, especialmente cuando tal disposición es habitual. Esto es verdad incluso de la especie más árida de oración, donde se está asido a Dios manifiestamente, con las puntas de los dedos de la voluntad únicamente. Pueden hacer falta actos —actos breves—de vez en cuando, para recobrarse de distracciones, pero no se deberán forzar más allá de lo que haga falta. En las bases más consoladoras de esta oración el alma goza de Dios, y esto es un ejercicio de la voluntad que le complace mucho a Él y es de gran provecho para el alma. Pero si la ora­ción se hace seca y retraída, y resultan casi imposibles afectos devotos de cualquier clase, entonces el alma tiene que orar con su voluntad únicamente. Esto se hace, como escribe fray Piny, O. P., "queriendo em­plear todo el tiempo de la oración en amar a Dios, y en amarle a Él más que a sí mismo; queriendo que­dar abandonados a la voluntad Divina. Hay que comprender claramente que si queremos amar a Dios (dejando a un lado por un momento la consideración de la parte que la gracia juega en esta acción), en virtud de esa misma acción le amamos real y efecti­vamente; si, por un acto real de la voluntad, decidi­mos unirnos en amoroso sometimiento a la voluntad de Aquel a quien amamos o deseamos amar, por ese mismo acto de la voluntad llevamos a cabo, inme­diatamente, dicha unión. El amor, en verdad, no es nada más que un acto de la voluntad".

EUGENE BOYLAN

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