El Señor, una vez que hubo completado en sí mismo con su muerte y
resurrección los misterios de nuestra salvación y de la renovación de todas las
cosas, recibió
todo poder en el cielo y en la tierra, antes de subir al cielo, fundó su Iglesia como sacramento de
salvación, y
envió a los apóstoles a todo el mundo, como él había sido enviado por el Padre,
ordenándoles: Id,
pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo: enseñándoles a observar todo cuanto yo os he
mandado.
Por
ello incumbe a la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo,
tanto en virtud del mandato expreso, que de los apóstoles heredó el orden de
los obispos con la cooperación de los presbíteros, juntamente con el sucesor
de Pedro, Sumo Pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida que Cristo
infundió en sus miembros... La misión, pues, de la Iglesia se realiza mediante
la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la
caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los
hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de Cristo
por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás
medios de la gracia, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para
la plena participación del misterio de Cristo.
Concilio Vaticano II Concilio ecuménico XXI de la Iglesia católica (1963-1965).
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