viernes, 16 de diciembre de 2016

LA VIRGEN.


¡Cuánto me habría gustado ser sacerdote para pre­dicar sobre la Santísima Virgen! Para que un sermón sobre la Virgen me guste y me aproveche, tiene que hacerme ver su vida real, no su vida supuesta; y estoy segura de que su vida real fue extremadamente senci­lla. Nos la presentan inaccesible, habría que presentarla imitable, hacer resaltar sus virtudes, decir que ella vivía de fe igual que nosotros, probarlo por el evangelio, donde leemos: No comprendieron lo que quería decir.

La Santísima Virgen es la Reina del cielo y de la tie­rra, pero es más madre que reina; y no se debe decir que a causa de sus prerrogativas eclipse la gloria de todos los santos como el sol al amanecer hace que desaparezcan las estrellas. ¡Dios mío, qué cosa más extraña! ¡Una madre que hace desaparecer la gloria de sus hijos...! Yo pienso todo lo contrario, yo creo que ella aumentará con mucho el esplendor de los elegidos. Está bien hablar de sus privilegios, pero no hay que quedarse ahí. Quién sabe si en ese caso algún alma no llegará incluso a sentir cierto distanciamiento de una criatura tan superior y a decir: «Si eso es así, mejor irse a brillar como se pueda en un rincón». Lo que la Santísima Virgen tiene sobre nosotros es que ella no podía pecar y que estaba exenta del pecado original. Pero, por otra parte, tuvo menos suerte que nosotros, porque no tuvo una Santísima Virgen a quien amar, y eso es una dulzura más para nosotros y una dulzura menos para ella.

Santa Teresa del Niño Jesús
Carmelita descalza; es doctora de la Iglesia (1873-1897).

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